Carlos Martínez Rivas: regla de tres

(Este artículo apareció en el número 117 de la revista Crítica, correspondiente al bimestre agosto-septiembre de 2006, pp. 119-134.)

Idioma es memoria. Toda lengua es, más que un registro de marcas temporales —y mucho más que un mero recipiente de objetos verbales producidos a lo largo de la historia—, un cuerpo sometido en sí mismo al trabajo del tiempo. El paso del tiempo, es verdad, se refleja en la historia del idioma. También es verdad que hablar del “paso del tiempo” es redundante, ya que nada es el tiempo sino paso, transcurso. Pero el idioma, por encima de todo, es tiempo como tal: cada palabra, cada giro de la sintaxis y cada forma verbal datan de siglos diferentes (o al menos de años, de minutos diferentes) y cada frase, real o posible, supone por cuenta propia una vinculación de formas, giros y palabras de temporalidad heterogénea.

Si la memoria de la lengua es un repertorio cuyos elementos proceden de tiempos y espacios diversos, hablar —y escribir, desde luego— es emplear los componentes de dicho repertorio en un solo espacio y un solo tiempo. Literalmente, hablar es actualizar la memoria del idioma, ponerla en presente al individualizarla. El famoso dictamen de Antonio Machado según el cual “es la poesía palabra en el tiempo” (Juan de Mairena, VII) podría sonar, con esto, un poco tautológico: no existe palabra, poética o no, que no lo sea en el tiempo. Invertir la sentencia de Machado, sin embargo, serviría quizás para entender mejor lo que significa: la poesía es tiempo en la palabra. La poesía enfatiza, más que la subordinación de la palabra con respecto al tiempo, la presencia del tiempo en el interior de la palabra y en sus alrededores.

Me parece que la poesía del nicaragüense Carlos Martínez Rivas toma su energía de una confrontación muy peculiar entre las diferentes formas del tiempo. Me refiero a la oposición del presente y el pasado inmediato, por un lado, con el pasado remoto y con el siempre incierto futuro, por el otro: confrontación acaso imposible de resolver, en suma, ya que paso a paso, inevitablemente, se van añadiendo a ella otros conflictos, y cada presunta resolución es en realidad el planteamiento de nuevas variantes del problema. El pasado inmediato, por ejemplo, tiende por lo regular a vincularse con la memoria del individuo y, por ello, con la experiencia personal; el pasado remoto, en cambio, es casi siempre un compendio de memoria colectiva en el que, de manera predominante, se organizan los datos de una experiencia genealógica o social que trasciende al sujeto. Toda lengua es memoria, como anoté párrafos atrás; memoria de la colectividad que, al ser asimilada y reconstruida por el sujeto, se actualiza, se pone al día. La memoria del idioma y la tradición literaria, en este sentido, son equiparables al pasado remoto que, al entrar en contacto con el individuo particular, se confunde con el pasado inmediato y con el presente. Pero el presente de suyo es transitorio y, dado que tarda poco en pasar, en hacerse pasado, no resuelve la contradicción entre lo remoto y lo inmediato ni mitiga las angustias y expectativas del porvenir.

El habla coloquial, que de algún modo es un punto de contacto entre la memoria lingüística de la colectividad y la práctica idiomática del sujeto, es por así decirlo el presente de Martínez Rivas.[1] La recurrencia de temas y motivos bíblicos, así como la permanente seducción de los antiguos maestros de la pintura, informan su pasado. En este mismo registro, el escepticismo respecto a la pintura de vanguardia y el imaginario cristiano de la muerte física nutren el futuro del poeta. Por último, la experiencia del instante y de lo instantáneo —experiencia que, no está de más notarlo, suele regateársele absurdamente a los poetas de signo coloquial, obligados por lo visto a decir lo que sí puede decirse, al contrario de ciertos poetas no sé si química o biográficamente puros que tienen, según este uso, el deber de recorrer el éter en busca de lo inefable— constituye la solución que Martínez Rivas logró encontrarle a las ecuaciones formadas por la combinación de las tres formas del tiempo.

En las páginas que siguen intentaré ilustrar esta dinámica.

1

El domingo 28 de junio de 1998, doce días después de la muerte de Carlos Martínez Rivas, Miguel Ángel Echegaray publicó en La   Jornada Semanal un artículo necrológico (“Carlos Martínez Rivas, otro héroe apagado”) que, junto con los poemas que le seguían, puede considerarse hoy el primer antecedente de la edición que preparó el propio Echegaray para la Universidad Autónoma Metropolitana, impresa cuatro años más tarde: la de cuarenta Poemas sueltos de Martínez Rivas.[2] Dicha edición, aunque filológicamente discutible, tiene la virtud elemental de compilar textos valiosos en su mayoría y añadirlos al breve pero importante corpus de la obra publicada en vida del poeta. Conviene recordar que Martínez Rivas dio a las prensas un solo “libro formal” (en palabras de Augusto Monterroso) en toda su vida: La insurrección solitaria, de 1953. Diez años antes, en 1943, el Taller de San Lucas de su país natal había puesto en circulación El paraíso recobrado, “poema en tres escalas y un prólogo”. Por último, en 1994, la editorial Vuelta sumó El paraíso recobrado a La insurrección solitaria y a los veinticinco poemas de Varia, conjunto —este último— que Martínez Rivas definió como apenas una muestra de su “producción poética de más de cuarenta años sin incurrir en el libro”.[3]

Me interesa subrayar, por principio, un hecho: el de que, incluso por iniciativa suya, Martínez Rivas forma parte de los “poetas de un solo libro” y de la consiguiente mitología que no sólo en el siglo XX ni sólo en Hispanoamérica puede verificarse. No hace falta buscar demasiados ejemplos: me refiero al aura que se ha querido ver en torno a Baudelaire y sus Flores del mal, arquetipo entre cuyas propiedades correlativas puede ser entendido el singular prestigio de los autores de obra escasa. Gorostiza, Rulfo, Arreola y Chumacero, por citar nada más ejemplos mexicanos, han cultivado —poco importa saber si voluntaria o involuntariamente— dicha mitología. Lo cierto es que Miguel Ángel Echegaray, Augusto Monterroso (de quien Echegaray cita un comentario brevísimo de Pájaros de Hispanoamérica, extraído a su vez por el propio Monterroso de su libro de 1987, La letra e) y Eduardo Milán parecen coincidir en la referida condición de Martínez Rivas como autor de un único libro.[4]

Según datos manejados por Echegaray, Martínez Rivas dejó al morir “cerca de” (o “más de”) dos mil poemas inéditos. Echegaray opina que, “[si] Martínez Rivas pudo publicar dos o tres libros adicionales, no lo hizo porque en su ánimo no estaba agrupar poemas que consideraba de ocasión”.[5] De tal opinión puede inferirse que los dos mil inéditos del nicaragüense —que no tengo manera de saber cómo han sido contados o catalogados, ya que al mismo tiempo se asegura que no están físicamente reunidos— cabrían todos ellos, o la mayoría, en el rango de los poemas de circunstancia. En cambio, en la nota de introducción a Poemas sueltos, Echegaray hace una conjetura más interesante y, si bien él mismo se desdice al cabo de tres renglones, vale la pena citar sus palabras:

Pero también, me atrevo a pensar, Martínez Rivas dispersó estos poemas por una decisión personal y literaria: olvidarse de agruparlos en un libro, es decir, en un libro que careciera de temática y sentido poético unitarios y armoniosos. Un libro que fuese como La insurrección solitaria, que ya no habría de escribir nunca. Aunque intentó escribirlo y así lo hizo saber en algunas entrevistas periodísticas. Como el último poeta auténticamente solemne que fue, su preocupación no era la de lograr un poemario más en su cuenta, sino la de fraguar “una obra”.[6]

En la cita da la impresión que asoma un Martínez Rivas titubeante, ora deseoso de componer un libro de la envergadura de La insurrección solitaria, ora empeñado en fomentar la dispersión de los poemas que le servirían para organizar ese libro. Puede ser que Martínez Rivas haya sufrido en realidad con semejante disyuntiva. Con todo, no estaría de más buscar y examinar en la obra del poeta su concepto de obra, justamente. Se vería entonces que Martínez Rivas no dudaba de sus poemas ni dedicaba mucho tiempo a dilucidar si éstos eran o no “de ocasión”. A decir verdad, muchos poemas de La insurrección solitaria (poemas, además, que yo contaría entre los mejores del volumen, como el “Canto fúnebre a la muerte de Joaquín Pasos”, “Eunice Odio”, los “Dos epitafios” o “Nota social”) no son otra cosa que poemas de circunstancia. Por lo demás, el comienzo de “Memoria para el año viento inconstante” (tal vez el poema de Martínez Rivas que más ha sido citado y comentado) ya es por sí solo una declaración de propósitos:

Sí. Ya sé.

Ya sé yo que lo que os gustaría es una Obra Maestra.

Pero no la tendréis.

De mí no la tendréis.[7]

El paralelismo de los versos tercero y cuarto (“Pero no la tendréis. / De mí no la tendréis”) importa un énfasis, un rasgo de insistencia, una reiteración ante cuya energía más vale prestar oídos. Eduardo Milán centra el ensayo final de su libro de 2004, Justificación material, en los versos que recién he citado y en el desarrollo ulterior del texto al que pertenecen. En palabras de Milán, Martínez Rivas anticipó desde 1953 los “rasgos de estilo” de un “ahora poético” latinoamericano: rasgos (“ironía, sarcasmo, amargura, desencanto, conciencia de imposibilidades, desconfianza en el arte mismo y en sus atributos liberadores”) que ya entonces respondían a las condiciones económicas y políticas del mundo tras el fin de la segunda Guerra Mundial. La forma que halló el poeta nicaragüense para contraponer el ahora poético al ahora socio-político de su tiempo, si entiendo bien a Milán, estuvo desde un principio apoyada en el deliberado esclarecimiento de su discurso. Milán habla de “clarificación temática”:

Martínez Rivas recurre a la clarificación temática como recurso para señalar el problema mayor del arte, según la lógica estética de una clase —no la lógica del productor— que es el de la “obra terminada”, síntesis del espíritu humano manifiesto en su esplendor y ofrenda a un receptor que lo recibe como su igual. Lo que se rompe aquí es el diálogo de pares, el intercambio, la reciprocidad. La devolución del don —que la burguesía rescata como valor de genio y del cual pretende apoderarse mediante su recepción, es decir, convirtiéndose en destinatario— no se produce. Se quiebra el circuito estético-comunicativo, el poeta “no cumple” con su función.[8]

Al no corresponder al don de la escucha que la burguesía —en la interpretación de Milán— le prodiga o hace como que le prodiga, el poeta incurre por supuesto en una forma de comportamiento antisocial. Pero es justo añadir que Martínez Rivas no limita su gesto a la pura negatividad; antes bien, tratando quizás de compensar el impacto de su propia negativa, de su propio repudio, escribe la segunda parte de “Memoria para el año viento inconstante” como un ejercicio de afirmación, y lo que afirma es “una Naturaleza en estado bruto, semisalvaje, en vías de conformación”, un “mundo que constantemente emerge en los suburbios de la razón y de lo constatable”.[9] En la segunda parte del poema, en efecto, despunta el “terco mundillo del amanecer” y con él todo un bestiario, una legión de “renacuajos moviéndose sin dignidad” y abejas por nacer, un colibrí, una paloma. Como es obvio, no se trata de un amanecer cualquiera. El cuadro no es bucólico por accidente: lo que Martínez Rivas elabora y presenta es la utopía de la redención cristiana, eliminada ya la injusticia entre los hombres. “La pululante línea de la imperfección y el anonimato” se presenta, luego, como respuesta y contrapeso a la exigencia de la obra maestra y el renombre: “Porque de lo seguro salimos a reposar en lo inseguro”, según declara la voz predominante del poema.

“La poesía se escribe en el presente”, afirma Milán, y al hacerlo retoma en cierta forma las observaciones hechas por Octavio Paz en 1954 a propósito de La insurrección solitaria:

El joven lucha contra la ola [esa “ola de la Tontería” de un espléndido poema de Martínez Rivas, “Retrato de dama con joven donante”] con uñas y dientes y palabras. Sobre todo con palabras, únicas armas del poeta. Palabras sacadas de su “propio negro corazón tornasol”. De sí mismo saca los signos del poema, “las letras de hoy, los calamares en su tinta”, y los ve saltar, negros sobre lo blanco del papel, y se hunde en ellos, y nada, traga amargura, rabia y amor, hasta que nace el canto “crédulo e irritado”. Credulidad del canto puro, que entona con voz segura, aunque irritada, el poeta. Fidelidad a su palabra, “a su pentecostés privado”, mientras retornan “esos tiempos que el hombre ya ha conocido antes”. La poesía de Martínez Rivas es un canto de espera, un canto de presente entre los tiempos de antes y los venideros.[10]

Jugar al juego de la claridad verbal para complacer aparentemente los deseos y las expectativas de una clase (la burguesía) y, habiendo conquistado la confianza de los receptores, traicionarla con un gesto de repudio: tal fue la operación ejecutada por Martínez Rivas desde La insurrección solitaria y tal, durante muchos años, la premisa moral que se impuso el poeta. No “incurrir en el libro”. No entregar ninguna Obra Maestra. No entregar obras de ninguna especie, de ser posible. Escribir, en todo caso, en registro coloquial, fingiendo que se habla, en el entendido que hablar es poner el idioma en tiempo presente. Seguir, pues, en el presente (o, mejor aún, en vísperas del presente). Resistir. Esperar. Contener. El relativo silencio de Martínez Rivas (el “silencio” de no publicar libros aunque siguiera escribiendo poemas) fue, literalmente, la espalda de su obra: la espalda que le dio él mismo a su obra.

2

Escribir sobre algún poeta y no reproducir tantos pasajes de su obra como sea posible (o, por qué no, tantos poemas íntegros como se pueda) es una especie de crueldad o avaricia ejercida por el ensayista contra sí mismo y contra sus lectores. Me parece que, para ilustrar la minuciosa y peculiar construcción de una temporalidad en los poemas de Martínez Rivas, lo mejor será copiar algunos de tales poemas. Con todo, si he de marcar el contexto dentro del cual escribió el autor de La insurrección solitaria muchas de sus páginas, debo acudir primero a una fuente crítica y a otras de origen bíblico. Cito a Miguel Ángel Echegaray, quien dice del poeta centroamericano:

A veces subrayó su clarividencia al implicar pasajes bíblicos en sus poemas. Procedimiento que no lo define como un escritor cristiano, sino que más bien nos remite a una empeñosa abolición de límites entre lo sagrado y lo profano: la palabra poética compromete su destino con la palabra divina. Más que sagrada o mítica, Martínez Rivas halló en los Evangelios una revelación literaria con la cual alimentar su obra.[11]

Es verdad que uno de los referentes principales de Martínez Rivas fue la palabra evangélica. También es verdad que la Biblia en general, y no sólo el Nuevo Testamento, interesó explícitamente al poeta en repetidas ocasiones. Téngase presente, sin ir más lejos, la figura sintáctica enumerativa que se puede reconocer en Eclesiástico, 50:27-28 (“Dos pueblos me son odiosos y un tercero que ni siquiera es pueblo: Los que moran en la montaña de Seir, los filisteos y el pueblo necio que habita en Siquem”) y que predomina en el capítulo 30 de los Proverbios (la sección de “Sentencias y varios proverbios de Agur”, de donde cito estos renglones: “Tres cosas me son estupendas y una cuarta no llego a entenderla: El rastro del águila en los aires, el rastro de la serpiente sobre la roca, el rastro de la nave en medio del mar y el rastro del hombre en la doncella”). Léase después el penúltimo poema de La insurrección solitaria, “Dichos de Agur”, incluido en la serie titulada “Mecha quemándose”:

Tres cosas hay que me han impresionado

y una cuarta sigo sin descifrar:

el choque sin persona de un muerto echado al agua.

Un vítor de volátil o silbato de policía en la selva.

El ¡clic! de un revólver al montarse.

Y la palabra aporía, empleada

por el Dr. Pedro Laín Entralgo en uno de sus ensayos.[12]

Es evidente que la experiencia directa de la realidad, expresada en tiempo presente o asociada con un pasado que no puedo calificar sino de inmediato, le sirve de base a Martínez Rivas para establecer un diálogo irónico con la historia de la cultura, esto es: con un pasado casi siempre remoto. Las tres “cosas” que han impresionado al poeta (más la cuarta que sigue “sin descifrar”) son equiparadas, gracias al solo mediador de la figura sintáctica, con las “cosas” que Agur señala como “estupendas” y con los pueblos que le son odiosos al sabio hierosolimitano. Vuélvase, por último, al párrafo de Miguel Ángel Echegaray citado líneas arriba: la “empeñosa abolición de límites entre lo sagrado y lo profano” afecta en verdad a la sintaxis de Martínez Rivas. No se piense que semejante “abolición de límites” atañe sólo al temario del poeta.

Reproduzco ahora un estupendo poema de Varia, “En nadie que fui me vi pasar”, que sorprendentemente Miguel Ángel Echegaray presenta entre los Poemas sueltos:

Alguien de mi generación, compañero

de mis años párvulos,

que, como yo, no sé por qué no ha muerto,

cruzó hoy la calle

conduciendo un viejo Chrysler.

Aunque no había vuelto a verlo desde entonces,

reconocí el perfil de casta familiar.

El perfil desfigurado por la agresión del tiempo.

Derruido por la constante agresión del tiempo.

Sin embargo, gracias al pasar fugaz

de esa deteriorada fisonomía,

recordé ¿por un segundo sería? en mi memoria

(la memoria que guarda todo intacto), recordé

recobrándola la faz de mi infancia.

De su paso quedó un fulgor, un haz de rayos.

Un halo pálido de prímulas

sin despuntar, en inicial pudor de abrirse.

En un día cualquiera, un don inefable.

Siempre algo así puede pasar un día cualquiera.[13]

Las palabras generación, años, hoy, viejo, entonces, tiempo (en dos ocasiones), fugaz, segundo, memoria, paso, día (en dos ocasiones) y siempre bastan para demostrar que, si algún tema predomina en este poema, ese tema es el transcurrir del tiempo y las operaciones complementarias de rememoración de lo pasado y angustia de la fugacidad que le son propias. El juego de los tiempos verbales —no podría ser de otra manera— es también sustancioso: en la primera estrofa, el presente (“no sé por qué no ha muerto”) convive con el pretérito (“cruzó hoy la calle”); después el pretérito y otras formas del tiempo pasado (el copretérito y el pospretérito, concretamente) dan sostén a la zona media del poema; por último, una revelación en presente informa el verso final, que casi podría leerse como una moraleja. Volveré más adelante sobre la cuestión de las revelaciones o epifanías, que desde muchos ángulos pueden leerse como resoluciones de los diferentes conflictos temporales que creo identificar en la poesía de Martínez Rivas.

Junto con los asuntos de procedencia bíblica, los temas vinculados con el arte de la pintura (y, en particular, con la historia de la pintura) menudean en La insurrección solitaria, en Varia y en los Poemas sueltos. El ejemplo estético y moral de los antiguos maestros y el gozo de recorrer museos y pinacotecas atraviesan muchos de los poemas de Martínez Rivas. Entre los artistas modernos, Renoir, Cézanne, Klee, Willem de Kooning y el escultor Jacques Lipchitz inspiraron con sus obras la escritura de algunos poemas del nicaragüense. A mí me gustaría retener por ahora esta página de los Poemas sueltos, entre caligrama y epigrama, fechada en Los Ángeles en 1963:

ur

na

votiva

 

Pintores siempre olieron

a pintura La

Pintura Moderna huele a

fraude Los

pintores modernos

huelen a pintura moderna

Las más veces

el Éxito

confirma

esta

previa

impresión olfativa[14]

Nótese, por principio, cómo el autor integra el título en el cuerpo mismo del poema. Valdría la pena observar que, si la poesía —en tanto literatura— es un arte de lo sucesivo, la pintura lo es de lo simultáneo. Como en todo caligrama, entonces, el texto se debe leer sucesivamente pero su disposición tipográfica debe ser aprehendida en un solo golpe de vista. En cuanto a las frases del texto, yo encuentro muy significativo el tránsito del pasado al presente (de “olieron” a “huele”) y del plural al singular (de los “Pintores” a “La Pintura Moderna”), doble tránsito que hace de una observación general (que los pintores hayan olido siempre a pintura) el principio de un silogismo: si los pintores han olido siempre a pintura, y si la pintura moderna huele a fraude, los pintores modernos (que huelen a pintura moderna) huelen a fraude. No es inocente que Martínez Rivas juegue con las dos acepciones de la palabra pintura: el material con que se pinta y el arte que, al pintar, se practica. La materia, como en su propio poema, es inherente al espíritu (y viceversa). Por otro lado, es un hecho que, al saltar del pasado al presente, los objetos del poema (la pintura, los pintores) entran en crisis. Criticar a los pintores modernos, en el sentido más estricto del verbo criticar, es lo que hace Martínez Rivas. Y criticar a los pintores modernos no es nada más criticar el presente: también es criticar la noción de futuro que las artes de vanguardia emplean como sustento de sus propios manifiestos y programas.

Otro futuro es el que toma forma en “La puesta en el sepulcro (XIV estación)”, poema incluido en Varia y, con algunas diferencias, en Poemas sueltos. Aquí se trata de un texto particularmente intimista, y el futuro que se manifiesta en él es por lo tanto un futuro del sujeto. El asunto del poema —la muerte del individuo a consecuencia de la muerte del amor— no puede ser más tradicional. Y, sin embargo, el texto es de un vigor y una intensidad que se deben menos a la tradición que al carácter intrínseco de la voz que lo emite:

Cuando ya no me quieras

Cuando ya no me quieras y no podamos estropear nada

Porque nada estará vivo y confiado.

Cuando tú te hayas ido y yo me haya ido

Y todos se hayan marchado

Diremos: “Algo se ha perdido. No mucho.

Pero algo esencial —un culto, un lenguaje,

Un rito— está perdido”.

[…]

Cuando ya no me quieras.

Y yo ya no te tema

Cuando contentadizo, trivial, inadecuado

Para la soledad y la amargura

Yo mismo haya olvidado —cuando

Ya no me quieras— que me quisiste

Mantos y mangas de mujeres

Erinnias disfrazadas de monjas

Me depositarán en la oscura y helada tumba que me busqué.[15]

Las erinias (o “erinnias”, como el autor prefiere) no son sino el antecedente griego de las furias romanas. Edgar Royston Pike, en su Diccionario de religiones, las define como “encargadas de velar por los derechos sagrados de la familia” y vengadoras de “los crímenes (en especial los de los hijos contra los padres), castigando a los infractores de las leyes morales”.[16] Tras haber asesinado a Clitemnestra, su madre, Orestes fue perseguido por ellas y apenas la intercesión de Atenea lo salvó de su terrible justicia. He aquí a Martínez Rivas en todo su esplendor: un poema de amor que desde su título tiene indudables resonancias cristianas (el entierro, decimocuarta estación del vía crucis; los disfraces de monja) y que al final se resuelve mediante la intervención del mundo grecolatino. A nivel sintáctico, por lo demás, la construcción anafórica del poema (“Cuando ya no me quieras”, “Cuando ya no me quieras…”, “Cuando tú te hayas ido…”, “Cuando ya no me quieras”, “Cuando contentadizo, trivial…”) se traduce, por así decirlo, en la elaboración de una figura de persistencia, esto es: en el énfasis de un presente que tarda en dejar de serlo, jugando con entregarse o no a un futuro que su propia enunciación promete insistentemente.

Los dos primeros poemas, por lo tanto (“Dichos de Agur” y “En nadie que fui me vi pasar”), se pueden leer como pasajes de un prolongado encuentro, muchas veces crítico, entre un pasado inmediato y subjetivo —el pasado del individuo— con el pasado remoto y objetivo de la tradición cultural. En la cara inversa de la moneda, los otros dos poemas (“Urna votiva” y “La puesta en el sepulcro”) implican sendas lecturas del futuro: el futuro como aspiración de las vanguardias artísticas en “Urna votiva” y el futuro como fin del sujeto que lo imagina en “La puesta en el sepulcro”. En todo caso, los cuatro poemas —cada uno a su manera— encuentran su forma en la medida que van en busca no del pasado ni del presente ni del futuro, sino de aquello que pueda contener y asociar a los tres tiempos: el anticlímax irónico (“Dichos de Agur”), la revelación o epifanía repentina de la infancia (“En nadie que fui me vi pasar”), la fusión del caligrama con el epigrama y de la materia verbal con el contenido discursivo (“Urna votiva”) y la mezcla del cristianismo tradicional, el paganismo antiguo y la experiencia individual moderna como resolución de un tejido verbal anafórico, insistente y repetitivo (“La puesta en el sepulcro”).

El instante —creo que ya lo había dicho— es ese algo, ese aquello que puede contener y asociar al pasado y el presente con el futuro.

3

Sergio Alejandro Aguillón-Mata me ha dado a conocer, en vísperas de sentarme yo a redactar estos apuntes, la entrevista que Octavio Paz le concedió a Nathan Gardels en febrero de 1992. Los temas de la entrevista —el hombre posmoderno, el supuesto fin de la historia, el diálogo finisecular entre Oriente y Occidente— son típicos de los tiempos en que fue realizada. Por fortuna, las formas de responder son típicas de Paz. Tanto es así que muchas de las respuestas del autor de La otra voz tienen sin duda un correlato (si no es que varios) en su obra escrita. No importa; lo que me interesa por ahora no es encontrar la fuente original del pensamiento de Paz. Quiero limitarme a citar dos o tres renglones de la entrevista, en particular del momento en que Paz afirma que “la sucesión temporal ya no domina [la] imaginación [del hombre contemporáneo]”. Según el poeta y ensayista, el agotamiento de la noción ilustrada de “progreso” ha liberado al hombre de la opresión angustiosa del futuro: “En lugar de ello, vivimos en una conjunción de tiempos y espacios, sincronización y confluencia, que convergen en el ‘tiempo puro’ del instante”.[17]

El optimismo de Paz, característico de los años que siguieron inmediatamente a la destrucción del muro de Berlín, tuvo hacia 1990 la virtud compensatoria de ser por lo menos un optimismo de poeta. Es obvio que la imaginación del hombre contemporáneo, de haber aprendido en realidad a esquivar las opresiones intangibles del futuro, sólo vio en el presente una manera de abrazar una forma solipsista de consumismo. Liberarse de la sucesión temporal es al mismo tiempo una victoria y una derrota. Por lo que se ha dicho aquí, Paz tuvo la clarividencia de anunciar desde la poesía y la crítica literaria el advenimiento de una era en que todo sería presente. Lo que Paz no pudo acaso ver fue que vivir “en una conjunción de tiempos y espacios” (eso que ahora se llama globalización) no es menos angustioso en principio que vivir con la mirada puesta en el futuro, en el pasado, en la eternidad o en cualquier otro punto fijo. Al describir en 1954 la poesía de Martínez Rivas como “un canto de presente”, Paz lo que advertía era que Martínez Rivas —como suele decirse— tenía futuro, esto es: que tras cuatro, cinco décadas, Martínez Rivas por fin sería leído en un tiempo que lo entendería como era debido.

Debo aclarar que, si bien me parecen optimistas en lo social e incluso triunfalistas en lo político, las observaciones de Paz me siguen atrayendo en lo poético. Son observaciones para individuos, no para colectividades: “el ‘tiempo puro’ del instante” no es el tiempo histórico en que se desenvuelven las naciones, grupos y sociedades contemporáneas. Paz habla de un tiempo interior cuya existencia no es verificable a escala macro-social, sino en determinadas obras personales y en las pequeñísimas comunidades nacidas del trato entre individuos. Para concluir, me parece indispensable citar un poema de Carlos Martínez Rivas incluido en Varia. Por su asunto y por el sesgo con que fue compuesto, el poema sedujo a Paz con toda seguridad. Lleva el título de “André Breton en su tertulia” y está dedicado a Blanca Varela:

Sólo el espectro de los Reyes

y su Espada. Pero ya es algo.

Contra un pueblo de mirmidones

confundidos y atareados

el extinto fulgor. La antigua

llama roja del Minotauro.

Su ojo, fosforeciendo tras

la arruga pálida del párpado

de viejo león, ve a la pequeña

peruana oscura, de soslayo.

Atravesándola, fundiéndola

como no lo hizo el sol incaico.[18]

Ni el título ni la dedicatoria deben leerse al margen de poema: poco antes de 1950, la poeta peruana Blanca Varela (nacida en 1926) dejó su país natal y se instaló en París, donde frecuentó a poetas y pintores del grupo surrealista de posguerra. Breton era entonces un hombre de más de cincuenta años. En el poema, las palabras espectro, extinto, antigua y viejo lo hacen parecer tal vez mayor de lo que por esas fechas era; con todo, es preciso comprender que, si bien en el texto se habla de “la pequeña peruana” en tercera persona, la imagen de Breton que arroja el poema es la que podría percibirse desde la perspectiva de la propia Blanca Varela. Es ella quien percibe ya no la vieja gloria del personaje mítico, sino apenas un “espectro”. Al hablar de “los Reyes / y su Espada”, Martínez Rivas pensaba sin duda en Minos, Eaco y Radamante, reyes legendarios del orbe griego, quienes recibieron de Zeus el deber y el privilegio de ser los jueces del infierno. Los “mirmidones” del primer verso de la primera cuarteta confirman esa posibilidad: cuando Eaco, en Egina, vio despoblado su reino por la cólera de la diosa Hera, rogó a Zeus que volviera hombres a las hormigas para que hubiese gente de nuevo en la ciudad. Tales hombres fueron llamados mirmidones. La “llama roja del Minotauro” está, por otro lado, estrechamente vinculada con la historia de Minos.

Simétrico, el poema —un pareado, una cuarteta, otra cuarteta, otro pareado— cuenta sólo con dos verbos conjugados: uno (“es”) en la primera estrofa, y otro en la tercera (“ve”). El primero de ambos verbos conjugados figura en una expresión coloquial: “Pero ya es algo”; el segundo es el auténtico eje del poema: “[el ojo de Breton] ve a la pequeña / peruana de soslayo”. A manera de refuerzo, tres gerundios asociados al ojo y, en general, a la mirada de Breton (“fosforeciendo”, “Atravesándola”, “fundiéndola”) impregnan el poema con la naturaleza fija y durativa que les es propia. El texto, en suma, descansa en un solo verbo: el de la simple acción —emprendida o ejecutada por Breton— de ver de reojo a Blanca Varela en la mesa de su tertulia, traspasándola y derritiéndola sin que haga falta ninguna otra clase de contacto. Es a lo que me refiero cuando hablo de la importancia del instante: la presencia de Blanca Varela en la tertulia parisina de André Breton, anécdota o acontecimiento del pasado histórico-literario, se vuelve de pronto un hecho intemporal, una presencia imborrable y continua.

Entiendo el instante, así, como una especie de presente anormal que tiene sin embargo la intensidad necesaria para desanudar los hilos del pasado, el presente y el futuro y transformarlos en un hilo único. Si me planteara el entendimiento de una obra como la de Martínez Rivas —obra que no quiere ser obra, o inclusive que quiere no ser obra— en términos matemáticos, pensaría en una ecuación con tres constantes temporales y una incógnita por despejar. La incógnita, revelada por una mera regla de tres, no sería finalmente otra cosa que un instante, un rayo, un hallazgo no mensurable por segundos ni por minutos.


[1] Citaré más adelante a Eduardo Milán, autor de un ensayo que se titula precisamente así: “Presente de Martínez Rivas” (incluido en Justificación material. Ensayos sobre poesía latinoamericana, México: Universidad de la Ciudad de México, col. Al Margen, 2004, pp. 157-165).

[2] Carlos Martínez Rivas, Poemas sueltos, edición y nota de Miguel Ángel Echegaray, México: Universidad Autónoma Metropolitana, col. El Pez en el Agua, 2002, 68 pp.

[3] Carlos Martínez Rivas, La insurrección solitaria seguida de Varia, México: Vuelta, col. La Imaginación, 1994, 171 pp.

[4] Es en su artículo titulado “Un avis rara: Carlos Martínez Rivas” (El Poeta y su Trabajo, núm. 13, otoño de 2003, pp. 52-53) donde Miguel Ángel Echegaray cita el comentario de Augusto Monterroso.

[5] Miguel Ángel Echegaray, “Un avis rara: Carlos Martínez Rivas”, artículo citado, p. 52.

[6] Miguel Ángel Echegaray, “Nota”, en Carlos Martínez Rivas, Poemas sueltos, op. cit., pp. 7-8.

[7] Carlos Martínez Rivas, “Memoria para el año viento inconstante”, en La insurrección solitaria seguida de Varia, op. cit, p. 53.

[8] Eduardo Milán, “Presente de Martínez Rivas”, en Justificación material, op. cit., p. 161.

[9] Eduardo Milán, ibidem, p. 163.

[10] Octavio Paz, “Legítima defensa”, en Las peras del olmo, México: UNAM, 1957 (artículo posteriormente recogido en Fundación y disidencia. Dominio hispánico, tomo 3 de las Obras completas de Paz, México: Fondo de Cultura Económica, 1994, pp. 347-349).

[11] Miguel Ángel Echegaray, “Un avis rara: Carlos Martínez Rivas”, artículo citado, p. 53.

[12] Carlos Martínez Rivas, “Dichos de Agur”, en La insurrección solitaria seguida de Varia, op. cit., p. 117.

[13] Carlos Martínez Rivas, “En nadie que fui me vi pasar”, en La insurrección solitaria seguida de Varia, op. cit., p. 155. (Mi sorpresa estriba, como es natural, en que Varia se publicó en 1994 y Poemas sueltos ocho años después, en 2002. Por lo demás, Echegaray da muestras en su artículo de La Jornada Semanal de conocer la edición de Vuelta, donde se incluye Varia y, en dicha sección, el poema citado aquí. No hay entonces razones para considerarlo “suelto”. Pasa lo mismo con otros dos poemas de la edición de Miguel Ángel Echegaray, “Si no mayor porque ninguna al menos última llama” y “La puesta en el sepulcro”.)

[14] Carlos Martínez Rivas, “Urna votiva”, en Poemas sueltos, op. cit., p. 19.

[15] Carlos Martínez Rivas, “La puesta en el sepulcro (XIV estación)”, en La insurrección solitaria seguida de Varia, op. cit., pp. 127-129.

[16] Edgar Royston Pike, Diccionario de religiones, adaptación de Elsa Cecilia Frost, México: Fondo de Cultura Económica, 1960, p. 172.

[17] Nathan Gardels, “Tiempos cruzados”, en Octavio Paz, Miscelánea III. Entrevistas, tomo 15 de las Obras Completas de Paz, México: Fondo de Cultura Económica / Círculo de Lectores, col. Letras Mexicanas, 2003, pp. 297-305.

[18] Carlos Martínez Rivas, “André Breton en su tertulia”, en La insurrección solitaria seguida de Varia, op. cit., p. 126.